Preposición/Arcoíris
Hablar de lo que nada dice

Por Gustavo Emilio Rosales


Estoy convencido de que los críticos merecemos adoptar la reserva que consiste en no escribir acerca de producciones artísticas malogradas, porque el silencio y el olvido son destino meritorio de aquello que no fue; o que sucedió, pero de manera fallida.
            Sin embargo, resulta oportuno señalar públicamente observaciones acerca del estreno de Preposición/Arcoíris, de Marco Antonio Silva, realizada al amparo del Ceprodac y de un jugoso presupuesto aportado por el FONCA, ya que la grosera debilidad de este lance pone en severo cuestionamiento al autor y a la lógica institucional que lo ha acogido.
            Lo que Silva propone es una serie de juegos entre cuerpos y cajas, aderezados por una diversidad de colores que principalmente provienen de la indumentaria y de detalles escenográficos, como aplicaciones en las cajas y en el piso.
No más.
            Se podría considerar que, al menos, lo anterior establece un campo de composición preciso, en el cual se puede asentar un efectivo espectáculo para niños o un divertimento coreográfico para toda la familia. Cuerpos, cajas, música, luz y movimiento; punto: se despacha la obra.
            Más arduo es suponer que de esta estructura emergerá un discurso que desde un principio se propone, de acuerdo con lo establecido en el programa de mano, “colocar frente a frente la vulnerabilidad y la fortaleza, el juego y el rigor, la distancia y el acercamiento, la lesión y la recuperación”, porque, principalmente, lo que Silva llevó a escena no llega a ser discurso: permanece hasta su fin dentro del armazón estructural, acorazado tan sólo por algunas afectaciones del todo previsibles (el cuerpo se mete en la caja, sale de ella, se para sobre ella, hace algún tipo de maroma sobre ella, juega a que dentro de ella hay un gato; se mete en ella y camina, con los pies al descubierto; hasta allí) y enlaces proclives al cliché (un bailarín se relaciona con el público, incitándolo a palmotear y a chasquear los dedos) que devienen secuencias de novato, ásperamente colindantes con la tabla gimnástica.
            Silva, quien ya había realizado una coreografía para Ceprodac (Aquello que en el alma hace silencio, 2011), realiza procedimientos incomprensibles para un creador que se supondría situado en la madurez de su oficio: accede a intimar con los defectos, repetidamente; lisonjea a la banalidad y su compromiso menos débil es para con un hacer extemporáneo. Hay momentos –como el frecuente ingresar y salir de las cajas; el colocar al grupo de bailarines de espaldas al público, en puntillas, para saludar con un brazo en alto y una mano extendida un improbable horizonte lejano- que parecen literalmente extraídos de alguna obra que Michel Descombey hiciera hace tres o más lustros (Neomilenio, Sinfonía Fantástica, El Che).
            Qué paradoja que la compañía de Michel Descombey, Ballet Teatro del Espacio, fuera conducida institucionalmente hacia la extinción con tal de propiciar el nacimiento de Ceprodac; y que uno de los coreógrafos considerados ya “de la vieja guardia” reciba ahora una cantidad de dinero exorbitante (el apoyo al que aspiró Silva establecía un techo de medio millón de pesos mexicanos –unos 30,000 USD), para estrenar en este seno privilegiado un artefacto que remite a lo que la agrupación eliminada practicaba veinte años atrás.
            No hablaría de un fracaso de Silva, sino de una abismal irresponsabilidad profesional de su parte, pues no hay manera de suponer que ignoraba lo que se encontraba gestando y que finalmente entregó y que finalmente intentó justificar disparando contra el público su ya conocida rutina de alocuciones consteladas por citas increíbles. La mera aceptación de lo que David Arredondo (un antiguo jefe de técnicos del Teatro de la Danza) entregó como diseño de iluminación -que en cualquier escuela serviría para ejemplificar lo que no es un diseño de iluminación teatral (oscurece, aplana los cuerpos, dificulta el accionar de bailarines)-, hace constar que Silva se encontraba en una dimensión muy ajena a lo artístico al abordar este compromiso por él mismo propuesto, y que se supone que se encuentra diseñado para mostrarse en salas de recuperación hospitalaria.
            Resulta obvio que los bailarines son desaprovechados: no están bien dirigidos. En algunos, como Juan Madero (cuyo personaje de líder emite el eco lejano de Miguel Ángel Añorve en El Llamado, la creación que Guillermina Bravo llevó a cabo en 1983), Anselmo Orozco, Luis Ortega y Alex Villalba, las dinámicas virtuosas que logran son obstaculizadas por gestos, posturas miméticas, chanzas u ocurrencias innecesarias, como cuando un ejecutante simula cachetear a una joven o cuando una bailarina habla en voz alta y resulta patético comprobar que no le fue dado el mínimo soporte para hacerlo. Como sus pares masculinos, Érika Canseco y Daniela Vázquez exhiben un nivel técnico notable y, como ellos, también están cercadas por la mencionada incoherencia dramatúrgica. Todos los anteriormente nombrados requieren preparación al respecto de un manejo consciente y profundo de sus energías, allende las evoluciones que han aprendido a dominar. Mención aparte merece la intérprete Paulina del Carmen Fernández, cuyo trabajo versátil, imaginativo y radiante sería considerado de excelencia en cualquier ámbito artístico, a escala internacional; sin duda debe ser, hoy día, una de las mejores bailarinas de México.
            En el aspecto musical encontramos a un Joaquín López “Chas” que no refleja el buen hacer y profundo conocimiento que son sello de su aportación artística. El diseño sonoro, abundante en cuerdas y atmósferas estilo New Age, no accede en ningún momento a la poética que este compositor suele lograr. En el programa se establece que también trabajó en este aspecto Alberto Rosas; quizá la colaboración entre ambos no llegó a consolidarse (la suposición, obviamente, es retórica). Resulta oportuno decir que, sobre escena, en el filo de proscenio, hay un chico activando la música (o aparentemente activando la música) desde una computadora, mientras realiza bailecitos frenéticos al hacerlo; esta imagen es tan literal (por tanto, explícita) que me abstengo de realizar más comentarios al respecto.

            Preposición/Arcoíris (la forma en que está escrito el título mata el juego de sintaxis que se podría lograr entre ambos términos) no aporta nada, es un gasto innecesario, un señalado bache en la trayectoria profesional de Marco Antonio Silva (quien ha brindado piezas hermosas o, al menos, imágenes hermosas), y también es un cuestionamiento más al Ceprodac (siglas del Centro de Producción de Danza Contemporánea), que se perfila como un organismo fallido, que nada puede brindar salvo dinero. DCO




Se coloca una foto de ensayo de la pieza comentada, pues las representantes del Ceprodac ante la prensa aseguran que este organismo -que consume millones de pesos del erario- no tiene fotos de la función (estaban esperando a que algún fotógrafo independiente se las llevara de regalo). ¿Y la memoria histórica y crítica de los costosos procesos de la institución? De eso no se habla. Por supuesto, esta foto fue entregada sin crédito.